Muchas veces me
pregunté por qué a París se le conoce como la ciudad de la luz, e intentando
encontrar una respuesta busqué en distintas fuentes, las cuales me enriquecieron
con los más variados datos. Descubrí que se le dice así porque fue en el Siglo XVIII,
conocido también como de la Ilustración que, a partir de la Revolución de 1789,
París se transformó en la capital del pensamiento político y filosófico gracias al surgimiento de Rousseau, Voltaire, Montesquieu y otros grandes
pensadores.
También encontré
otra versión, que se refiere al hecho de que en la época de 1830, las calles de
París ya contaban con el alumbrado a gas, algo muy novedoso para esos tiempos y
que contribuyó a que se la denominara la ciudad de la luz.
Hace algún tiempo,
tuve oportunidad de conocer esa ciudad y fue así que me propuse hallar mi propia
versión de, por lo menos, una respuesta a esa pregunta que me había hecho
durante tantos años.
Resulta asombroso recorrer sus calles
y encontrarnos con una mezcla de nacionalidades que se reflejan a través de los tonos de
piel; en sus vestimentas, con algunos hombres vistiendo túnicas y mujeres con
coloridos trajes tradicionales o turbantes; también en los diferentes idiomas
que se oyen por doquier, y que nos da la impresión de que todos
conviven en paz, aunque en la interna tal vez no sea tan así...
Para alguien como
yo, que nació y reside en un país tan pequeño como Uruguay, ver esos edificios
de medidas tan descomunales, que al intentar tomarles una foto sólo podía
hacerlo como panorámica, me hizo sentir como un pigmeo en tierra de gigantes. ¡Ni
la cámara ni los ojos me daban para abarcar tanta belleza!
Tener la oportunidad
de recorrer estos sitios, me hizo sentir minúscula y al mismo tiempo me
transmitió la fuerza que aún conservan esos lugares. La fuerza de aquellos antiguos
constructores que fueron capaces de edificar tan monumentales obras sin
dejarse amedrentar por las dificultades y limitaciones de la época, siendo
capaces de poner tanto amor y paciencia en cada una de ellas, lo que se refleja en
sus terminaciones y en la decoración donde cada flor, hoja, guía, o punto lucen unidos en perfecta
armonía. ¡Cuánto amor…!
A partir de toda
esta experiencia reflexiono: han transcurrido muchos años, nuestra realidad es
muy diferente a la de aquella época, pero hay algo que debería continuar intacto,
y es nuestra esencia, nuestra Humanidad; y digo debería, porque cuesta creer que
somos descendientes de esos mismos seres que ponían tanto amor a su obra. No voy
a caer en aquello de que todo tiempo pasado fue mejor, no, porque cada uno se
mueve según sus circunstancias, pero ¿dónde quedó ese amor a la obra?, ¿por qué
hoy todo se hace con apuro y por obligación? Parece que la consigna actual es “para
qué perder tiempo y dinero en construir algo bello, decorativo, que sensibilice
nuestro espíritu” porque lo que importa es abaratar costos para aumentar las ganancias y poder lucrar. Y lo más triste…
las relaciones humanas de hoy se manejan, cada vez más, con parámetros similares
a los de la construcción de esta época: ser sensible se considera debilidad, por eso
es mucho mejor comportarse como seres fríos y uniformes similares a esos
edificios que se asemejan entre sí a cajas de concreto y vidrio. Igual sucede con
las relaciones personales en las que todos nos convertimos en seres desechables, quien ya “no
sirve” se tira, y se consigue uno nuevo; y esto aplica ya sea en pareja, amistad,
trabajo, etc.
Creo que haber
llegado a tomar conciencia de ésta, nuestra realidad, ha sido mi manera de descubrir
a la ciudad de la luz, porque me lleva a seguir trabajando con todas mis energías, para que no continúe deshumanizándose nuestra Humanidad.
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