«José Manuel Moreira, a sus órdenes» Con esas palabras el propietario de la finca les daba la bienvenida a los posibles compradores. La casa, era de aspecto confortable, aunque algo reducida en sus dimensiones. Por ese motivo la lista de clientes se restringía a parejas sin hijos o personas solas.
Así fue que vi desfilar todo tipo de coches con ocupantes de las más variadas procedencias. Estaban los jóvenes con aspecto de surfistas, también aquellos que venían a curiosear, y no podían faltar las parejitas de novios que estaban buscando su nido de amor. Éstas últimas eran las más interesantes.
Una tarde de domingo, llegó una pareja veinteañera. Él tenía aspecto de obrero, más adelante verán por qué lo digo; ella parecía una cajera de supermercado, es más, creo que la pollera roja que tenía era la del uniforme ¿qué jovencita sale un domingo de tarde con pollera y zapatos de vestir?
Don Moreira, luego del saludo habitual, entró delante para ir abriendo las ventanas y mostrar lo luminosa que era la casa; pero éstas parecían querer boicotearlo, cuando al primer intento se resistían, y luego al verse obligadas a ceder ante los puñetazos del propietario, se abrían como desperezándose de una larga siesta.
Entonces, la luz inundaba las habitaciones obrando el milagro de pintar las paredes de alegría. La propietaria, que siempre acompañaba silenciosamente a su marido, no podía evitar que se le escapara un suspiro cada vez que don Moreira abría la última ventana. Instintivamente, comenzaba a quitar el polvo con un pañito que siempre estaba sobre la mesada; limpiaba los bordes de las ventanas y trapeaba las puertas de los roperos, pero daba la impresión de que más que el polvo, intentaba sacudir los fantasmas que estaban allí guardados.
Los visitantes recorrían las habitaciones, intercambiaban miradas y dejaban escapar algún comentario en voz baja.
–¿Serían ustedes solos? –Preguntó de pronto don Moreira.
–No. Tenemos dos chicos –respondió la joven.
–¡Ah! Entonces esta casa les va resultar pequeña –exclamó con alegría la propietaria.
–No, –dijo el muchacho– en el patio hay espacio suficiente para agregar una habitación, y en eso no hay problema porque yo soy albañil.
–Qué bien, qué bien, –comentó don Moreira, al tiempo que miraba molesto a su mujer. Ella daba la impresión de que, de pronto, se le había apagado la chispa que un momento antes encendiera sus ojos.
Doña Guadalupe, que así se llamaba la propietaria, tenía el secreto sueño de volver a vivir en esa casa, pero su marido se negaba diciendo que estaban muy bien en la que vivían. Era cierto, pero para qué querían tres dormitorios si sus hijos ya se habían casado, y para qué tantos pisos que encerar, si vivían ellos dos solos. Pero don Moreira no entendía de esas cosas y había puesto la casa en venta, contra la voluntad de su mujer.
Antes, cuando había inquilinos, era distinto, pero la propietaria sabía que al venderla, junto con la casa se irían sus sueños de regresar al que una vez había sido su primer hogar; ese, que hace muchos años, construyeran entre los dos con gran esfuerzo, ladrillo sobre ladrillo.
Mientras doña Guadalupe reflexionaba, su marido ya casi había cerrado el trato con la joven pareja. Ellos se mostraban muy entusiasmados ante la posibilidad de mudarse a esa casa que quedaba a sólo dos cuadras de los padres de la joven.
–La madre de ella es la que nos cuida los chicos mientras trabajamos – decía el muchacho.
–Entonces está todo arreglado – insistía don Moreira.
Los jóvenes recorrían la casa, al tiempo que planeaban con alegría los posibles cambios a realizar. Don Moreira, nervioso, se acercó a su mujer y le habló algo casi al oído; supongo que le habrá dicho que no hiciera más comentarios que pudieran correr a los posibles compradores.
Luego de un rato, las parejas se despidieron no sin antes haberse puesto de acuerdo sobre los temas legales de la compra-venta.
En las siguientes semanas, una gran actividad se apoderó del lugar. Obreros que entraban y salían a toda hora, paredes que poco a poco iban creciendo hasta que un domingo se juntaron todos: era el día fijado para construir el techo (la planchada, creo que le dicen) al terminar, hicieron un gran asado para celebrar.
El aroma a carne asada que llegaba hasta mi ventana, me trajo recuerdos de cuando yo tenía una familia y casi todos los domingos mi esposo hacía un asado para compartir con hijos, hermanos, cuñados y sobrinos. Pero eso fue hace mu... chos años. Ahora la churrasquera es el invernadero en el que algunas macetas, con coloridas plantas, se protegen de las heladas y del sol muy fuerte. La casa, que en otros tiempos se inundaba de risas, charlas y discusiones políticas, con el paso de los años se fue cubriendo de silencio. Hoy ya los jóvenes tienen sus vidas propias y siempre están muy atareados; y los mayores, muchos de ellos ya partieron y otros no salen de sus casas porque han quedado prisioneros de sus dolencias. Entonces, yo me he ido acostumbrando a vivir vidas ajenas: disfruto de sus alegrías y difícilmente me entero de sus tristezas.
Mi gran compañero es el silencio, mucha gente le teme, pero yo no. Algunos hablan como máquinas: de dinero, de amor, de política, de nada; pero sólo lo hacen porque sienten miedo de quedarse callados. Yo, en cambio, he aprendido a convivir con él, a gozarlo, y sólo me permito interrumpirlo un rato, en las tardecitas, que es cuando acostumbro escuchar a Tchaikovsky.
Letras del Mundo 2006
Editorial Nuevo Ser - Argentina
domingo, 8 de febrero de 2009
Volver a empezar
Tú regresas diciendo que me amas.
y penetras en mis sábanas de angustia,
pero habrá que revivir tiempos pasados
porque no sé hasta donde te recuerdo.
Tal vez mi cuerpo no te reconozca,
después de vivir con tanta ausencia,
ya no sé si tus manos son aquellas
que supieron encender todos mis fuegos.
Sólo sé que han pasado ocho años,
y ahora hay que empezar todo de nuevo.
Poetas y Narradores Contemporáneos 2005
y penetras en mis sábanas de angustia,
pero habrá que revivir tiempos pasados
porque no sé hasta donde te recuerdo.
Tal vez mi cuerpo no te reconozca,
después de vivir con tanta ausencia,
ya no sé si tus manos son aquellas
que supieron encender todos mis fuegos.
Sólo sé que han pasado ocho años,
y ahora hay que empezar todo de nuevo.
Poetas y Narradores Contemporáneos 2005
Tú
Al pasar a mi lado me miraste,
yo me volví y repetí tu nombre
una vez, dos veces...
Tú giraste sobre tus talones,
soltaste algo que sostenían tus manos
y corriste hacia mí para abrazarme.
Yo pregunté si aún me recordabas
y como respuesta tú me sonreíste.
Y nos abrazamos...
Se sentía tan tibio tu cuerpo junto al mío,
recliné mi cabeza encima de tu hombro
y me quedé así, disfrutando...
acariciando tu suave camisa
y adivinando la piel que ella me ocultaba,
y me quedé así, sintiendo tu cuerpo junto al mío
y me quedé así, sin querer soltarte nunca más.
Pero la luz entró por mi ventana,
y la desesperación inundó mi cuerpo,
era el nuevo día que llegaba
para llevarse con él todos mis sueños.
Poetas y Narradores Contemporáneos 2005
yo me volví y repetí tu nombre
una vez, dos veces...
Tú giraste sobre tus talones,
soltaste algo que sostenían tus manos
y corriste hacia mí para abrazarme.
Yo pregunté si aún me recordabas
y como respuesta tú me sonreíste.
Y nos abrazamos...
Se sentía tan tibio tu cuerpo junto al mío,
recliné mi cabeza encima de tu hombro
y me quedé así, disfrutando...
acariciando tu suave camisa
y adivinando la piel que ella me ocultaba,
y me quedé así, sintiendo tu cuerpo junto al mío
y me quedé así, sin querer soltarte nunca más.
Pero la luz entró por mi ventana,
y la desesperación inundó mi cuerpo,
era el nuevo día que llegaba
para llevarse con él todos mis sueños.
Poetas y Narradores Contemporáneos 2005
viernes, 6 de febrero de 2009
Tres mujeres
En el vagón de tercera clase viajan unos peones de campo y también tres mujeres. Lo que más llama la atención al verlas, es que a pesar de vestir un luto riguroso y modesto a la vez, éste no logra opacar la belleza de cada una de ellas. La mayor, de unos treinta y cinco años, lleva el cabello recogido, y en su tez bronceada se adivina una mezcla de rasgos indígenas y europeos; sus ojos son de un tono verdoso con reflejos dorados y sus labios muy finos se marcan en un rictus adusto. En el asiento de al lado, una valija de cartón marrón nueva y brillante, que perteneció a su marido, y encima de ésta una cartera de cuero negro con los bordes algo descascarados.
Frente a ella van sentadas dos jóvenes de quince y dieciocho años, una morena y muy parecida a la mujer mayor, la otra rubia; las dos tienen el cabello corto y ondulado. Las jóvenes cuchichean entre ellas y sonríen a hurtadillas evitando que su madre, ensimismada en el paisaje, las escuche.
Es la segunda vez que realizan el viaje de Paysandú a Montevideo. La primera fue cuando acompañaron a su padre enfermo, que poco tiempo más tarde murió; ahora lo hacen con todas sus pertenencias para radicarse en la Capital.
La belleza de las jóvenes no pasa desapercibida ante los ojos de los peones que viajan en el mismo vagón; y ellas, poco acostumbradas a ese tipo de situación, sonríen presas del nerviosismo que les provocan las miradas masculinas.
—Compórtate Paula, y vos también Tonia —dice la madre, al tiempo que clava su mirada dura en las muchachas, cuyos rostros se ensombrecen con una mezcla de vergüenza y miedo. Inmediatamente, la mujer vuelve a reclinar la cabeza contra la ventanilla para mantener la vista fija en el paisaje, mientras su rostro se mantiene imperturbable.
Hace seis meses que ella enviudó. Cuando todo en la vida parecía estar yendo bien, su marido enfermó gravemente y fue trasladado a la Capital para ser mejor atendido, pero al poco tiempo murió dejándola sola con dos hijas para terminar de criar. Su destino parecía estar signado por la tristeza y la miseria: desde que era muy pequeña solo recordaba haber pasado frío y hambre.
Ella era hija natural de un rico hacendado paraguayo para el que su madre trabajó como criada. Cuando se enteró de que la muchacha esperaba un hijo de él, la envió de regreso con su familia, desentendiéndose de ambas. Años después, su madre, hija de emigrantes españoles, se casó con un peón de estancia, con el que tuvo dos hijas más.
Al desatarse la guerra de mil novecientos cuatro, entre blancos y colorados, su padrastro se fue a luchar junto al ejército del Gobierno que se encontraba atrincherado en las afueras de la ciudad de Paysandú. Muchas veces, por ser ella la hija mayor, su madre la enviaba a llevarle comida y ropa. Esto hacía que se sintiera grande, a pesar de sus siete años, al tener que cruzar los campos para llegar hasta donde estaban acampando los soldados. Pero no le importaba el frío, ni tener que hundir sus pies descalzos en el fango dejado por las lluvias; lo importante era que al regresar a casa la estaría esperando su recompensa: un tazón de avena con leche, y pan con manteca y azúcar.
Los quince años los cumplió en la cama, enferma de poliomielitis de la que nunca supo cómo, luego de tres meses, se recuperó. Trabajaba ayudando a su madre como lavandera, y así fue que conoció a quien más tarde sería su esposo. Él era un oficial de la policía y pertenecía a una familia adinerada que nunca aceptó el matrimonio de su hijo con esa muchacha que todo lo que tenía de hermosa también lo tenía de pobre e ignorante.
Con el tiempo, ella aprendió a leer y a escribir junto a sus hijas, y trató de ponerse a la altura del cargo de su marido que para ese entonces ya era comisario de campaña. Por primera vez sentía que la vida le estaba dando algo sin cobrárselo. Pero ese sentimiento le duró muy poco al quedar viuda y sola con sus dos hijas.
Si algo le había enseñado la vida: era a ser pobre pero orgullosa. Por eso, cuando al enviudar recurrió a la familia de su marido solicitando ayuda para las muchachas, y ésta se la negó, ella le escribió a una prima que vivía en la Capital, y sin pensarlo dos veces, recogieron todas sus pertenencias encontrándose ahora en ese tren que las llevaría hacia una nueva vida. Una nueva vida que para ella no podía ser peor de lo que ya había sido, y para las muchachas significaba toda la aventura que encierra lo desconocido.
El tren se detuvo a abastecerse de agua, y las chicas aprovecharon para ir hasta el baño a refrescarse, bajo la mirada atenta de su progenitora y también la de los peones que no las perdían de vista. Al regresar, su madre había sacado de la valija unos trozos de pan y unos huevos duros, que les entregó a cada una. Luego Paula, la mayor, regresó al baño con un vaso que trajo lleno de agua y que le dio a su madre. Comieron en silencio, al terminar se sacudieron las migas que habían caído sobre sus ropas y se dispusieron a continuar el viaje. Luego de unos minutos, y tras lanzar un fuerte pitazo, el tren se puso en marcha nuevamente.
La mujer retomó su posición reclinada contra la ventanilla, y a medida que la máquina avanzaba, el nerviosismo se iba apoderando de ella. Aún seguía rebelándose contra el destino y culpando a su marido por haberse marchado de este mundo, dejándola sola y sin saber cómo continuar con su vida. Oscuros recuerdos la invadían, mientras el espíritu se le cubría de dudas a medida que el tren continuaba hacia lo que ella sabía era su destino final. Las jóvenes dormitaban una apoyada en la otra.
Luego de instaladas en la Capital, las tres comenzaron a trabajar: Paula como costurera, oficio que había aprendido al terminar la escuela, Tonia como vendedora de una tienda del barrio, y la madre volvió a lavar ropa para la gente rica, oficio que había dejado al casarse y que ahora, tener que retomarlo le producía una gran amargura. Este sentimiento fue creciendo en ella con el paso del tiempo transformándola en una mujer cada vez más retraída, desconfiada y celosa de sus hijas.
Por eso, en las tardes de verano, cuando los jóvenes del barrio suelen ir a la playa; al pasar frente a la casita de la calle Magenta pueden observar a tres mujeres, que a pesar de vestir un luto riguroso y modesto a la vez, éste no logra opacar sus bellezas. La mayor, de unos treinta y cinco años y con el cabello recogido, reclinada en una mecedora tomando el fresco; frente a ella, dos jóvenes de cabellos cortos y ondulados: la morena cosiendo un vestido para una clienta y su hermana, de cabellos rubios y tez muy blanca, ayudándola a pegar botones...
¿Quién podría imaginar al verlas, que en la vida de esas mujeres alguna vez existieron fiestas de cumpleaños, parques de diversiones y tardes de verano junto al río? Mirarlas, da la impresión de estar observando una antigua pintura de lúgubres colores, en la que bajo sus opacas tonalidades se puede descubrir a tres hermosas mujeres. Son tres mujeres de miradas tristes, a las que el paso de los días les ha ido apagando las pasiones, los dolores y hasta las palabras. Al observarlas tan solo dejan la sensación de que han quedado suspendidas en el tiempo.
Poetas y Narradores Contemporáneos 2005
Ed. de los Cuatro Vientos - Argentina
jueves, 5 de febrero de 2009
Recuerdos
Luego de diez años de ausencia, regreso al que fue mi hogar paterno. Paso frente a él y sigo de largo, debiendo volver sobre mis pasos y buscar en la chapa esmaltada, que aún está en la pared del frente, el número que distingo por la terminación, porque el tres que iba delante está cascado y en su lugar sólo queda una mancha negra.
No reconozco esas ruinas que se levantan frente a mí, salvo por el número, me cuesta encontrar detalles que me confirmen que no me equivoqué de lugar.
Cruzo lo que alguna vez fue el jardín, y por un camino que hay al costado de la casa voy hasta el fondo: la impresión es aún mayor. Lo que en otros tiempos llegó a ser la mejor huerta de la cuadra, hoy es sólo un montón de árboles frutales secos, que entre los pastizales, sus raíces forman montículos de tierra que asemejan tumbas en las que yace el pasado.
Mi padre falleció hace más de tres años y la mujer que vivía con él, abandonó la casa sin avisarme; por eso es que he tenido que venir acompañada de mi abogado, un cerrajero y un funcionario del juzgado.
Mientras espero a que el cerrajero trate de abrir la puerta del fondo, me siento en un escalón donde solía hacerlo cuando era niña. De súbito me transporto con todos los sentidos a mi infancia, en la que estoy sentada en ese mismo lugar jugando a las muñecas, mientras mi madre lava la ropa, y mi padre trabaja la tierra. Me encuentro inmersa en el clima de los colores otoñales, cuando el patio se cubría de hojas amarillas y rojizas del sauce llorón y del níspero. El sol daba de lleno al mediodía y entibiaba el aire, obligándome a entornar los ojos para mirar a mi madre que estaba parada frente a mí. Ella tenía la apariencia de esas personas que van por la vida pidiendo permiso, pero su voz tenía una tenacidad que hacía que nunca debiera repetirme una orden.
El abogado viene a avisarme que ya podemos entrar a la casa, lo acompaño, y juntos ingresamos a la cocina. Voy recorriendo las habitaciones, mirando cada rincón, los techos enmohecidos, las paredes descascaradas en las que se pueden adivinar los colores de toda su existencia. ¡Todo me parece tan pequeño! ¿Acaso será porque crecí?
El comedor lleno de basura, el mismo que una vez lució radiante, cuando mis padres celebraron mi cumpleaños de quince. Como personas acostumbradas a la pobreza, no les importó tener que pedir prestado un sofá para sacarme las fotos. Ni que el vestido me lo hubiera hecho mi madre, que para todo se daba maña. Ni haber tenido que ahorrar durante años para pagar la fiesta. Ellos nunca se avergonzaron de ser pobres y supieron transmitirme esa seguridad para salir adelante en la vida.
Terminado el trámite legal, le pido al cerrajero que cierre todo; mientras lo hace, el abogado y el alguacil se van al auto a esperar. Yo me quedo observando el paisaje que se extiende frente a la casa, todos esos campos y viñedos de los que mis ojos conocían cada detalle. Me siento mal, me siento una extraña, mientras un amargo dolor me va invadiendo. Llego al portón de calle y me doy vuelta a mirar, recién entonces, descubro un montículo de tierra con un rosal cubierto de diminutas flores rosadas, el mismo que plantó mi madre hace muchísimos años. Junto a él, crecen unos jacintos que me recuerdan los perfumes de la infancia, y que su aroma tiene el efecto de exorcizar las tristezas anteriores.
Me voy llevándome la imagen del rosal en flor junto con los jacintos que plantó mi madre, mientras me parece escucharla decir: «no llegues tarde m’hija»
Poetas y Narradores Contemporáneos 2005
Ed. de los cuatro vientos - Argentina
No reconozco esas ruinas que se levantan frente a mí, salvo por el número, me cuesta encontrar detalles que me confirmen que no me equivoqué de lugar.
Cruzo lo que alguna vez fue el jardín, y por un camino que hay al costado de la casa voy hasta el fondo: la impresión es aún mayor. Lo que en otros tiempos llegó a ser la mejor huerta de la cuadra, hoy es sólo un montón de árboles frutales secos, que entre los pastizales, sus raíces forman montículos de tierra que asemejan tumbas en las que yace el pasado.
Mi padre falleció hace más de tres años y la mujer que vivía con él, abandonó la casa sin avisarme; por eso es que he tenido que venir acompañada de mi abogado, un cerrajero y un funcionario del juzgado.
Mientras espero a que el cerrajero trate de abrir la puerta del fondo, me siento en un escalón donde solía hacerlo cuando era niña. De súbito me transporto con todos los sentidos a mi infancia, en la que estoy sentada en ese mismo lugar jugando a las muñecas, mientras mi madre lava la ropa, y mi padre trabaja la tierra. Me encuentro inmersa en el clima de los colores otoñales, cuando el patio se cubría de hojas amarillas y rojizas del sauce llorón y del níspero. El sol daba de lleno al mediodía y entibiaba el aire, obligándome a entornar los ojos para mirar a mi madre que estaba parada frente a mí. Ella tenía la apariencia de esas personas que van por la vida pidiendo permiso, pero su voz tenía una tenacidad que hacía que nunca debiera repetirme una orden.
El abogado viene a avisarme que ya podemos entrar a la casa, lo acompaño, y juntos ingresamos a la cocina. Voy recorriendo las habitaciones, mirando cada rincón, los techos enmohecidos, las paredes descascaradas en las que se pueden adivinar los colores de toda su existencia. ¡Todo me parece tan pequeño! ¿Acaso será porque crecí?
El comedor lleno de basura, el mismo que una vez lució radiante, cuando mis padres celebraron mi cumpleaños de quince. Como personas acostumbradas a la pobreza, no les importó tener que pedir prestado un sofá para sacarme las fotos. Ni que el vestido me lo hubiera hecho mi madre, que para todo se daba maña. Ni haber tenido que ahorrar durante años para pagar la fiesta. Ellos nunca se avergonzaron de ser pobres y supieron transmitirme esa seguridad para salir adelante en la vida.
Terminado el trámite legal, le pido al cerrajero que cierre todo; mientras lo hace, el abogado y el alguacil se van al auto a esperar. Yo me quedo observando el paisaje que se extiende frente a la casa, todos esos campos y viñedos de los que mis ojos conocían cada detalle. Me siento mal, me siento una extraña, mientras un amargo dolor me va invadiendo. Llego al portón de calle y me doy vuelta a mirar, recién entonces, descubro un montículo de tierra con un rosal cubierto de diminutas flores rosadas, el mismo que plantó mi madre hace muchísimos años. Junto a él, crecen unos jacintos que me recuerdan los perfumes de la infancia, y que su aroma tiene el efecto de exorcizar las tristezas anteriores.
Me voy llevándome la imagen del rosal en flor junto con los jacintos que plantó mi madre, mientras me parece escucharla decir: «no llegues tarde m’hija»
Poetas y Narradores Contemporáneos 2005
Ed. de los cuatro vientos - Argentina
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