viernes, 6 de febrero de 2009

Tres mujeres

El tren avanza con lentitud por campos y sembrados al tiempo que deja una estela de humo negro y ceniza sobre el rojo cielo del amanecer. Su sonido, que espanta a los pájaros, también es una señal de alegría para algún gaucho que al verlo, agita su mano saludando a esos desconocidos viajeros que, ensimismados en el traquetear monótono de la máquina, muy pocas veces responden al saludo del hombre.
En el vagón de tercera clase viajan unos peones de campo y también tres mujeres. Lo que más llama la atención al verlas, es que a pesar de vestir un luto riguroso y modesto a la vez, éste no logra opacar la belleza de cada una de ellas. La mayor, de unos treinta y cinco años, lleva el cabello recogido, y en su tez bronceada se adivina una mezcla de rasgos indígenas y europeos; sus ojos son de un tono verdoso con reflejos dorados y sus labios muy finos se marcan en un rictus adusto. En el asiento de al lado, una valija de cartón marrón nueva y brillante, que perteneció a su marido, y encima de ésta una cartera de cuero negro con los bordes algo descascarados.
Frente a ella van sentadas dos jóvenes de quince y dieciocho años, una morena y muy parecida a la mujer mayor, la otra rubia; las dos tienen el cabello corto y ondulado. Las jóvenes cuchichean entre ellas y sonríen a hurtadillas evitando que su madre, ensimismada en el paisaje, las escuche.
Es la segunda vez que realizan el viaje de Paysandú a Montevideo. La primera fue cuando acompañaron a su padre enfermo, que poco tiempo más tarde murió; ahora lo hacen con todas sus pertenencias para radicarse en la Capital.
La belleza de las jóvenes no pasa desapercibida ante los ojos de los peones que viajan en el mismo vagón; y ellas, poco acostumbradas a ese tipo de situación, sonríen presas del nerviosismo que les provocan las miradas masculinas.
—Compórtate Paula, y vos también Tonia —dice la madre, al tiempo que clava su mirada dura en las muchachas, cuyos rostros se ensombrecen con una mezcla de vergüenza y miedo. Inmediatamente, la mujer vuelve a reclinar la cabeza contra la ventanilla para mantener la vista fija en el paisaje, mientras su rostro se mantiene imperturbable.

Hace seis meses que ella enviudó. Cuando todo en la vida parecía estar yendo bien, su marido enfermó gravemente y fue trasladado a la Capital para ser mejor atendido, pero al poco tiempo murió dejándola sola con dos hijas para terminar de criar. Su destino parecía estar signado por la tristeza y la miseria: desde que era muy pequeña solo recordaba haber pasado frío y hambre.
Ella era hija natural de un rico hacendado paraguayo para el que su madre trabajó como criada. Cuando se enteró de que la muchacha esperaba un hijo de él, la envió de regreso con su familia, desentendiéndose de ambas. Años después, su madre, hija de emigrantes españoles, se casó con un peón de estancia, con el que tuvo dos hijas más.
Al desatarse la guerra de mil novecientos cuatro, entre blancos y colorados, su padrastro se fue a luchar junto al ejército del Gobierno que se encontraba atrincherado en las afueras de la ciudad de Paysandú. Muchas veces, por ser ella la hija mayor, su madre la enviaba a llevarle comida y ropa. Esto hacía que se sintiera grande, a pesar de sus siete años, al tener que cruzar los campos para llegar hasta donde estaban acampando los soldados. Pero no le importaba el frío, ni tener que hundir sus pies descalzos en el fango dejado por las lluvias; lo importante era que al regresar a casa la estaría esperando su recompensa: un tazón de avena con leche, y pan con manteca y azúcar.
Los quince años los cumplió en la cama, enferma de poliomielitis de la que nunca supo cómo, luego de tres meses, se recuperó. Trabajaba ayudando a su madre como lavandera, y así fue que conoció a quien más tarde sería su esposo. Él era un oficial de la policía y pertenecía a una familia adinerada que nunca aceptó el matrimonio de su hijo con esa muchacha que todo lo que tenía de hermosa también lo tenía de pobre e ignorante.
Con el tiempo, ella aprendió a leer y a escribir junto a sus hijas, y trató de ponerse a la altura del cargo de su marido que para ese entonces ya era comisario de campaña. Por primera vez sentía que la vida le estaba dando algo sin cobrárselo. Pero ese sentimiento le duró muy poco al quedar viuda y sola con sus dos hijas.
Si algo le había enseñado la vida: era a ser pobre pero orgullosa. Por eso, cuando al enviudar recurrió a la familia de su marido solicitando ayuda para las muchachas, y ésta se la negó, ella le escribió a una prima que vivía en la Capital, y sin pensarlo dos veces, recogieron todas sus pertenencias encontrándose ahora en ese tren que las llevaría hacia una nueva vida. Una nueva vida que para ella no podía ser peor de lo que ya había sido, y para las muchachas significaba toda la aventura que encierra lo desconocido.

El tren se detuvo a abastecerse de agua, y las chicas aprovecharon para ir hasta el baño a refrescarse, bajo la mirada atenta de su progenitora y también la de los peones que no las perdían de vista. Al regresar, su madre había sacado de la valija unos trozos de pan y unos huevos duros, que les entregó a cada una. Luego Paula, la mayor, regresó al baño con un vaso que trajo lleno de agua y que le dio a su madre. Comieron en silencio, al terminar se sacudieron las migas que habían caído sobre sus ropas y se dispusieron a continuar el viaje. Luego de unos minutos, y tras lanzar un fuerte pitazo, el tren se puso en marcha nuevamente.
La mujer retomó su posición reclinada contra la ventanilla, y a medida que la máquina avanzaba, el nerviosismo se iba apoderando de ella. Aún seguía rebelándose contra el destino y culpando a su marido por haberse marchado de este mundo, dejándola sola y sin saber cómo continuar con su vida. Oscuros recuerdos la invadían, mientras el espíritu se le cubría de dudas a medida que el tren continuaba hacia lo que ella sabía era su destino final. Las jóvenes dormitaban una apoyada en la otra.
Luego de instaladas en la Capital, las tres comenzaron a trabajar: Paula como costurera, oficio que había aprendido al terminar la escuela, Tonia como vendedora de una tienda del barrio, y la madre volvió a lavar ropa para la gente rica, oficio que había dejado al casarse y que ahora, tener que retomarlo le producía una gran amargura. Este sentimiento fue creciendo en ella con el paso del tiempo transformándola en una mujer cada vez más retraída, desconfiada y celosa de sus hijas.
Por eso, en las tardes de verano, cuando los jóvenes del barrio suelen ir a la playa; al pasar frente a la casita de la calle Magenta pueden observar a tres mujeres, que a pesar de vestir un luto riguroso y modesto a la vez, éste no logra opacar sus bellezas. La mayor, de unos treinta y cinco años y con el cabello recogido, reclinada en una mecedora tomando el fresco; frente a ella, dos jóvenes de cabellos cortos y ondulados: la morena cosiendo un vestido para una clienta y su hermana, de cabellos rubios y tez muy blanca, ayudándola a pegar botones...
¿Quién podría imaginar al verlas, que en la vida de esas mujeres alguna vez existieron fiestas de cumpleaños, parques de diversiones y tardes de verano junto al río? Mirarlas, da la impresión de estar observando una antigua pintura de lúgubres colores, en la que bajo sus opacas tonalidades se puede descubrir a tres hermosas mujeres. Son tres mujeres de miradas tristes, a las que el paso de los días les ha ido apagando las pasiones, los dolores y hasta las palabras. Al observarlas tan solo dejan la sensación de que han quedado suspendidas en el tiempo.

Poetas y Narradores Contemporáneos 2005

Ed. de los Cuatro Vientos - Argentina

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